La relación entre el cuerpo y la mente ha sido objeto de estudio desde hace siglos, pero ha cobrado especial relevancia en las últimas décadas con aportaciones como las del neurólogo Antonio Damasio (autor de títulos de divulgación como “El error de descartes” o “En busca de Spinoza”). No obstante, la intención de este artículo no es otra que mostrar la estrecha relación existente entre ambos elementos, mente y cuerpo, a propósito de un síntoma: la alexitimia.

 

Entendemos la alexitimia como la incapacidad para la expresión verbal de las emociones, pero también se caracteriza por:

1. Dificultad en identificar y describir sentimientos.

2. Dificultad para distinguir entre sentimientos y sensaciones corporales propias de la activación emocional.

3. Proceso imaginario reducido.

 

Si en nuestro desarrollo no aprendemos a expresar las emociones y regularlas, encontraremos otras vías menos adecuadas para darles salida, incluso en la etapa adulta. De esta manera la mente se verá obligada a recurrir a una modalidad más básica de descarga afectiva: la corporal.

Una emoción puede no expresarse, pero es inevitable su procesamiento en el sistema límbico. La activación producida no desaparece y, o bien se expresa de una manera adaptativa, o por el contrario puede ser generadora de sintomatología psicosomática, que es a fin de cuentas, colocar en el cuerpo lo que la mente no puede soportar.

 

Si bien es sabido que la alexitimia no es ni mucho menos sinónimo de psicosomático, no deja de ser un elemento central para el entendimiento y tratamiento de otros síntomas orgánicos siempre y cuando carezcan de otra explicación médica.

 

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Pensamiento narrativo:

Un tipo de pensamiento que encontramos frecuentemente se conoce como “pensamiento narrativo”. Consiste, básicamente, en contarse historias propias a uno mismo y a los otros, dando significado a nuestras experiencias. Se buscan constantemente aliados en nuestras narrativas que nos apoyen, y los llamamos amigos.

Cada uno en su narrativa se puede ver a si mismo como una víctima, como un acusador o como un salvador-juez. Generalmente, la visión que tenemos de nosotros mismos es la de víctima, y la de aquellos que nos generan malestar es de acusador; cuando se lo contamos a alguien, le pedimos que sea un salvador-juez.

 

El triángulo dramático:

Sintetizando la idea de Stephen Karpman,  en el triángulo dramático se da un juego en el que las personas implicadas van cambiando de rol, moviéndose entre víctima, acusador y salvador. Un ejemplo claro son las típicas discusiones de pareja:

 

– ¡Has vuelto a dejar el baño hecho unos zorros! (acusador)

– No he tenido tiempo de limpiarlo porque tenía que hacer la cena (víctima)… encima que cocino para los dos, no me digas que eres incapaz de quitar un par de pelos en lugar de estar en el sofá. (acusador)

– ¿Perdona? Pero si he bajado a hacer la compra (víctima) mientras tú estabas de cañas (acusador). De no ser por mí no habría nada en la nevera ahora .(salvador)

 

Durante este bucle nos enganchamos de manera inconsciente y continuar solo empeora la situación. Pero lo más importante es que oculta los verdaderos motivos del malestar. La sensación de falta de implicación, fatiga, demanda de atención, etc. no se expresa abiertamente porque puede resultar doloroso. Es más fácil pensar en el otro como un acusador y en nosotros como una víctima que comenzar a ser salvardores.

Cuando estos casos se dan con demasiada frecuencia, es recomendable buscar ayuda para cambiar esta forma de relacionarnos. Conseguir integrar ambas visiones es mostrar que los dos son victimas que acusan y pueden salvarse a uno y al otro. Es el primer paso para poder hablar de esos sentimientos más profundos que sustentan estas discusiones habituales.

 

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